lunes, 31 de agosto de 2015

Educar hoy. Niños, adolescentes y jóvenes contemporáneos

Este material pertenece a la Especialización Docente en Políticas Socioeducativas del Ministerio de Educación de la Nación.



Educar hoy. Niños, adolescentes y jóvenes contemporáneos[1]

Pablo Pineau

Presentación del módulo

La educación tiene que ver con la natalidad, con el hecho de que constantemente nacen seres humanos en el mundo. (Arendt, 1996)
La educación argentina y latinoamericana está hoy en tránsito. Ante el desafío de reformular sus horizontes, cada vez son más las voces que señalan que, frente al derrumbe del modelo neoliberal se asientan los cimientos de un nuevo contorno social en vastas zonas de la región. El protagonismo que alcanzan los nuevos proyectos político-sociales se pone de manifiesto en su capacidad para incidir en la agenda política, instalando debates que hubiesen resultado -hasta hace muy pocos años- francamente impensables. En este contexto, se vuelve imperioso que los docentes instalemos un interrogante orientador de las próximas acciones: ¿hacia qué futuro mira, y debe mirar, la educación argentina y latinoamericana en este presente?
Dentro de este contexto, los sujetos pedagógicos modernos -resumibles en la categoría “alumno” y “docente”, traducciones educativas de “adultez” e “infancia-adolescencia-juventud”- se presentan en crisis, por lo que es necesario complejizar su construcción y comprensión para la elaboración de nuevas prácticas educativas. Por eso, en este módulo nos proponemos presentar algunas de los abordajes actuales al respecto que incluyan problemáticas éticas y políticas, debates pedagógicos, las imbricaciones con diferencias sociales y culturales, y la reconfiguración actual de ciertas instituciones modernas como la familia, la escuela, la nación, el trabajo y el género.
Usualmente, pensamos a las edades como algo que nuestros saberes ya han capturado: las podemos explicar, prever, intervenir, nombrar. Los niños, adolescentes y jóvenes se transforman en objeto de estudio, en blanco de nuestro poder como sociedad. Desde este posicionamiento, pareciera que le imprimimos un molde en función de los distintos modelos históricos y culturales vigentes. Sin embargo, y al mismo tiempo son lo otro. Como sostiene Jorge Larrosa sobre la infancia: “Es insistir una vez más: los niños, esos seres extraños de los que nada se sabe, esos seres salvajes que no entienden nuestra lengua”[2] (Ib.: 166). Es reconocer que hay algo que se nos escapa, que se cuela entre los dedos: la aparición de lo nuevo.
Entonces, acordamos en pensar a las edades más allá de los saberes certeros que creemos tener sobre ella, pero tampoco podemos definirla como aquello que no sabemos aún: la tarea no consiste en reducir lo que todavía hay de desconocido y salvaje en los niños y jóvenes. Pensarlos como enigma, como lo otro novedoso, “nos lleva a una región en la que no rigen las medidas de nuestro saber y de nuestro poder” (Ib.: 167). En ese sentido, esto no sólo tiene impacto en la construcción de subjetividad de las y los nuevos, sino que también es motor epistemológico de la sociedad, permitiendo la aparición de la novedad.
Empecemos reflexionando en torno a los actuales sentidos atribuidos a las infancias y adolescencias y sobre lo “novedoso” y “plural” que hay en ellas: ¿qué queremos significar cuando hablamos de las nuevas infancias y adolescencias? Surge la pregunta: ¿de dónde proviene el carácter novedoso y múltiple?
Nos ayuda a comenzar a responder esta pregunta Kántor (2008)[3]: “Las adolescencias y las juventudes siempre fueron ‘nuevas’; ellos/as son ‘los nuevos’ entre nosotros, como nosotros fuimos los nuevos para los de antes” (Ib. 16). Este sentido clásico y casi universal asocia lo nuevo al recambio, pudiéndose aplicar en cualquier contexto histórico y cultural. Sin embargo, existe algo sustancialmente novedoso para los nuevos de nuestra época: la brecha socioeconómica sin precedentes entre los nuevos […], la brecha cultural sin precedentes entre diferentes generaciones contemporáneas”(Ib. 16). Es esta distancia, esta distribución inequitativa de recursos económicos y diferenciación de circuitos culturales, lo que define a nuestras y nuestros nuevas y nuevos, a nuestras infancias y adolescencias.
Complementariamente, podría pensarse el uso del plural como consecuencia de las pasiones de las políticas neoliberales -irónicamente multiculturalistas- presentado en el curso anterior, un reconocimiento casi lúdico y “marketinero” de la diversidad cultural, que permitió la instalación de políticas focalizadas que dilapidaban la posibilidad de universales comunes; surgen así millones de individualidades particularizadas, que se ven impedidas de formar un colectivo que ponga en relieve sus demandas, sus visiones del mundo y sus derechos comunes. En franca oposición, el sentido que le debemos otorgar es otro: lo plural pone de relieve, denuncia, la imposibilidad de que una expresión en singular aúne las desigualdades de nuestros nuevos.
Por último, quisiéramos sumarle otra cualidad que define lo novedoso: lo adolescente, lo joven, y la infancia -otrora, el recambio y la diferencia casi neutral- se desplazan de lo extraño a lo hostil; el paradigma de la infancia y la adolescencia como liberadora del mal de la sociedad, como fuerza de cambio y como esperanza, ese paradigma, está estallado. Lo infantil, lo joven, lo adolescente, lo nuevo, lo singular y lo plural tienen acepciones que estigmatizan y otras que invitan a pensar sujetos plenos de derecho. Es necesario, entonces, que en este redireccionamiento del discurso sobre los nuevos jóvenes y adolescentes podamos pensar nuestras acciones pedagógicas, tanto si van a implementarse estrictamente en la escuela o en el marco de alguna programa socioeducativo

Un tema de la pedagogía
De acuerdo a la cita de Arendt que encabeza esta presentación, convocamos a pensar estos problemas específicamente como “algo” que tiene que ver con la educación, como un objeto de análisis pedagógico. Cabe aquí hacer una aclaración al respecto de esta terminología. En la segunda mitad del siglo XX, el concepto de “pedagogía” fue sustituido por el de “ciencias de la educación”, tanto por las articulaciones que esta noción había establecido con posiciones políticas totalitarias y autoritarias en décadas anteriores, como por el avance de miradas tecnocráticas en el contexto de la Guerra Fría. Este cambio era también una forma de dotarle mayor “cientificidad” y eficacia, y de sumar el aporte de otras miradas en expansión en aquellos tiempos como las de la psicología y la sociología. Sin embargo, en las últimas décadas, ha habido un renacimiento de la “pedagogía” como saber específico sobre el hecho educativo que, en diálogo con otras disciplinas, aporta elementos para pensar y transformar la actualidad. Este módulo se ubica en esta última concepción, atendiendo a la necesidad de configurar identidades profesionales capaces de efectuar intervenciones en situaciones sociales complejas.
En el marco de esta Especialización, les  proponemos construir una mirada sobre “lo educativo” que lo comprenda como una instancia autónoma que, por lo tanto, goza de reglas propias a partir de las cuales se articula con otras instancias sociales. Ni variable dependiente ni variable independiente, la educación se inscribe en forma diversa y compleja en la trama social, en la que no existe un observador privilegiado. El tipo de relación que lo educativo establece respecto al resto de lo social -relación de determinación, traducción, subordinación, independencia, ambivalencia, etc.- es objeto de discusión y análisis en tanto no concebimos estas relaciones como esenciales ni fijas, y mucho menos inmutables a través del tiempo y de las distintas sociedades. En otras palabras, no podemos sostener que la educación siempre “reproduce” la estructura de clase, “subordina” lo cultural a lo político, o es absolutamente autónoma de lo económico, sino que dichas cuestiones deben ser analizadas en tanto casos concretos con regularidades y particularidades propias.
Así, nos planteamos como objeto de análisis las complejas relaciones que la educación ha establecido con otras dimensiones de lo social -lo que clásicamente ha sido denominado “el contexto”- a lo largo del tiempo y las articulaciones que genera con el resto de las esferas de lo social (económica, política, social, cultural, ideológica, religiosa, artística, etc.) para poder dar cuenta de sí misma. Esta opción advierte sobre la necesidad de partir de un recorte -y consiguiente rescate- de “lo educativo” (que incluye  lo escolar y también a otros espacios en los que se transmite la cultura o se enseña) como una dimensión con cierta independencia, autonomía o identidad respecto del resto de los registros de lo social, con los que mantiene a su vez fuertes conexiones.
Partimos de considerar que es necesario re-posicionar la reflexión pedagógica en la historia y en los problemas argentinos y latinoamericanos, recuperando la especificidad local, nacional y regional. Es necesario llevar a cabo una reflexión crítica sobre la actual situación educativa que aporte herramientas para la producción de prácticas concretas. Proponemos hacer esta reflexión en un camino a tres aguas entre la historia, la política y la teoría, como formas de entender el presente e imaginar mejores futuros.

Presentación general del módulo
Por esto, ordenamos este módulo en tres bloques. El primero está compuesto por las clases 1 y 2, tiene como objeto El derecho a la educación. En él realizamos un recorrido en torno a la posición que tomó la educación en la configuración de cada época, deteniéndonos en particular en las últimas décadas. Nos proponemos presentar un telón que nos permita desplegar distintos interrogantes sobre diferentes épocas. ¿Cómo lograr el acceso a la educación? ¿Qué deben aprender los niños, las niñas y lxs adolescentes? ¿Qué tensiones se producen entre la homogeneización y el reconocimiento de las diferencias? ¿Qué hay más allá del acceso y la permanencia en el sistema educativo? ¿Qué oportunidades puede brindar la escuela? Cada pregunta cobra un peso mayor en una época histórica específica; veamos entonces cómo se configuraron y configuran las posibles respuestas.
Un  segundo bloque está compuesto por las clases 3 y 4, construye como objeto de reflexión a la terna autoridad y transmisión, y las relaciones entre ellas. En ellas plantearemos que los momentos educativos ponen en juego un saber, una experiencia, una tradición que se cree importante y vital para un otro. En ese proceso de transmisión nos encontramos con la necesidad de autorizar nuestro rol y mensaje, de dimensionar la relevancia que tiene la distribución de ese saber para nuestra sociedad y volverla más justa.
Finalmente, el tercer bloque está compuesto por las clases 5 y 6, que abordan específicamente el tema de los sujetos pedagógicos. Nos interesa comprender la construcción de estos sujetos pedagógicos contemporáneos; en ese camino pensamos las nuevas subjetividades en juego y nos preguntamos por la forma de darles cobijo en las propuestas educativas.

Objetivos generales
Por lo dicho, en este módulo nos proponemos:
  • Situarnos en una perspectiva histórica para comprender la coyuntura actual de las problemáticas socio-educativas en sus aspectos teóricos y políticos.
  • Identificar y desarrollar los ejes principales del debate teórico-político contemporáneo sobre las formas contemporáneas de niñez, adolescencia y juventud como insumo para la elaboración de propuestas educativas.
  • Potenciar la posibilidad de realizar lecturas críticas de las prácticas educativas y sociales que se traduzcan en el desarrollo de procesos de acción y transformación en nuestra propia práctica educativa.
  • Problematizar las respuestas que el discurso pedagógico toma frente a nuevas expresiones de diversos problemas a través de la incorporación de nuevas herramientas conceptuales que permitan repensar la sociedad y la educación actual.


[1] Este curso es una reescritura del módulo “Problemáticas de la educación contemporánea” del Postítulo y Tecnicatura Superior en Pedagogía y Educación Social, Ministerio de Educación de la Nación, escrito por Pablo Pineau y Agustín Ingratta en 2013.
[2] Larrosa, J. (1994) “El enigma de la infancia” en Pedagogía Profana: Estudios sobre Lenguaje, Subjetividad, Formación. Buenos Aires, Noveduc
[3] Kantor, Debora (2008) Variaciones para educar adolescentes y jóvenes (2008), Buenos Aires, Del estante editorial.




01.La educación como derecho: acercamientos teóricos e históricos

Bienvenidos a la primera clase del módulo. 
Como hemos enunciado en la presentación, esta clase conforma, junto con la siguiente, el primer bloque del módulo que tiene como objeto el derecho a la educación
Antes de presentar las conceptualizaciones centrales, y como lo haremos en el inicio de cada bloque, los invitamos a registrar las ideas y saberes que cada uno tiene respecto al tema planteado. 
¿Cuál es la propuesta? Tomarse unos minutos antes de leer la clase para identificar y registrar cuáles son las concepciones, ideas y/o valoraciones respecto del tema enunciado en el título de la clase, y sobre todo aquellos temas y conceptos que consideran que deben desglosarse de su desarrollo. La idea es que, después de cada bloque temático y a la luz de la lectura de los materiales presentados, puedan volver sobre ellas para ampliarlas o contrarrestarlas. 
Sugerimos a aquellos colegas que han cursado otros módulos de la Especialización en Políticas y Programas Socioeducativos, que los relean y completen sus “anticipaciones” con esos aportes.


La sombra de Ambrosio Millicay 
“En uno de los Libros Capitulares del antiguo Cabildo catamarqueño (de comienzos del siglo XIX) consta que Ambrosio Millicay, mulato del maestro de campo Nieva y Castillo, fue penado con veinticinco azotes, que le fueron dados en la plaza pública, por haberse descubierto que sabía leer y escribir” (Ramos, 1911, tomo II: 497).
La historia de Ambrosio Millicay, sucedida hace más de doscientos años, nos sirve como punto de partida para pensar el problema de la educación como derecho. Por siglos, la educación había estado reservada para unos pocos que la utilizaban para su beneficio. Hacia los siglos XVIII y XIX, las luchas sociales incluyeron la democratización educativa como uno de sus objetivos, de modo que uno de los principios de la construcción del sistema educativo a lo largo de los siglos XIX y XX fue garantizar que no volvieran a suceder historias como las que cuenta nuestra cita inicial. La gratuidad y obligatoriedad escolar, la formación docente y la responsabilidad principal e indelegable del Estado como garante de la educación fueron algunas de sus acciones más representativas.
Pero en la práctica la sombra de Ambrosio Millicay se proyecta en forma amenazante. La tensión entre la ampliación y la restricción de derechos ha sido uno de los hilos conductores de la historia de la educación y de la política del siglo XX. A lo largo de los años, diversos Ambrosios Millicays fueron azotados en la plaza pública por haberse comprobado que sabían leer y escribir. Y, en oposición a la máxima pedagógica antigua, pareciera que para ellos la letra con sangre sale; el ejercicio de la violencia no tuvo tanto que ver con lograr que aprendieran sino con lograr que no lo hicieran.
Hoy, los niños, niñas y adolescentes privados de sus derechos más elementales son Ambrosios contemporáneos, arrojados a situaciones de dolor, maltrato y carencias que, como los azotes al mulato, les quitan aquello que deberían tener asegurado por nacimiento. De esta forma, a los educadores nos toca muchas veces la tarea de “restituir” derechos –sobre todo el derecho a la educación– a estas poblaciones a las que les fueron robados.
Para tal fin, en estas dos primeras clases queremos aportar ideas para revisar qué es hoy el derecho a la educación, no como simple enunciación bienintencionada sino como clave desde la cual pensar e implementar prácticas pedagógicas que aporten a la construcción de un mundo más justo. No se proponen como una guía donde encontrar medidas concretas a tomar, sino como una invitación a “frenar la urgencia” del devenir cotidiano para levantar un poco la mirada y ampliar el horizonte del debate que nos permita construir, resignificar, profundizar y criticar las estrategias diarias de intervención.

Una revisión histórica 
La concepción del hombre como poseedor de derechos es una creación del siglo XVIII. La Independencia de Estados Unidos, los comienzos de la Revolución Industrial y la Revolución Francesa llevaron a pensar las sociedades con términos nuevos como soberanía popular, contrato social, delegación, división de poderes y, sobre todo, ciudadanía. Según estos nuevos postulados, todos los hombres nacen libres e iguales, lo que equivale a decir que llegan al mundo con las mismas atribuciones y garantías. Así, el súbdito del Antiguo Régimen monárquico, que establecía un vínculo de vasallaje con su señor y al que no podía rebelarse, dio paso a la creación del ciudadano, individuo portador de derechos y deberes.
Los derechos referidos a los sujetos remiten explícitamente a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, establecida durante la Revolución Francesa. En ella se proclamaba la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión como derechos naturales e imprescriptibles de todos los hombres. Por “naturales” se entendían los derechos que pertenecen al hombre por nacimiento, y que, por lo tanto, deben ser reconocidos por la sociedad y el Estado sin ninguna restricción. Estos derechos se dirigían especialmente a proteger a los individuos frente a los poderes absolutos –como las monarquías y los imperios–, por lo que se constituyeron más como permisos que como atribuciones; es por eso que muchas veces aparecen enunciados como libertades. En nuestro país, esto se cristalizó en la redacción de artículos constitucionales –como el artículo 14 de la Constitución Nacional de 1853– y otras leyes que les dan amparo legal y judicial contra potenciales abusos. En el caso educativo, se manifiesta en el derecho –en tanto “autorización”– de todos a aprender, independientemente de que este derecho se efectivice o no.
Ya avanzado el siglo XIX, y con mayor fuerza en el siglo XX, estos primeros derechos individuales o civiles dieron paso a una nueva generación de derechos llamados derechos sociales (derecho a la libertad de asociación, a las condiciones de trabajo, al salario digno, al sistema de salud, a la vivienda, etc.) que, en el  caso de nuestro país, se plasmaron mayoritariamente en el artículo 14 bis de la Constitución Nacional y en las leyes que de él se derivan. En esta nueva posición, la sociedad y el Estado deben abandonar su función de simples protectores que limitan su accionar a permitir que los sujetos hagan uso de los derechos, para volverse los garantes efectivos de su ejercicio. Es decir, no sólo deben reconocerlos, sino también protegerlos, ampararlos y velar por su cumplimiento. Como explicábamos más arriba, para el caso educativo esto implicó ciertas medidas como el establecimiento de la obligatoriedad y la gratuidad escolar, la comprensión del Estado docente como su último garante y la asignación de recursos públicos humanos y materiales para satisfacer tal fin. 

 
Para analizar antes de continuar
Los invitamos a leer los capítulos I y II de la Ley de Educación 1420 de 1884 y analizarlos a la luz de las siguientes preguntas:
  • ¿Cómo se ven reflejados estos derechos en la Ley de Educación 1420?
  • ¿Qué sujetos son contemplados en la ley para que reciban el “mínimum de instrucción obligatoria” además de los niños de 6 a 14 años?
  • ¿Qué rol toma el Estado a partir de ese momento? ¿A partir de qué acciones el Estado debe garantizar y proteger el derecho a la educación?
Para profundizar los invitamos a visualizar el Especial de Canal Encuentro “Ley 1420, el derecho a la educación común”.

 Ley 1420, el derecho a la educación común. 
Canal Encuentro.
Disponible en: http://www.encuentro.gov.ar/sitios/encuentro/Programas/ver?rec_id=123486

Finalmente, en las últimas décadas del siglo XX se ha comenzado a hablar de los derechos de tercera generación o difusos, porque sus sujetos beneficiarios no son claramente identificables: puede ser la humanidad toda o un colectivo determinado. Se trata de los derechos de los pueblos originarios, de la mujer, o los derechos hacia la diversidad sexual, etc. Estos derechos se refieren también a los bienes comunes como el agua, el aire, la tierra; a la defensa de derechos colectivos, como el derecho a la cultura propia, o a temáticas más abstractas como la autodeterminación de los pueblos, la paz, etc. En educación se vinculan, por ejemplo, al derecho a la educación multicultural, a la enseñanza en lengua nativa y a la educación ambiental. Algunos artículos reformados o agregados en la Reforma Constitucional de 1994 le otorgan en nuestro país la garantía legal máxima, lo que se vio fortalecido por la actual Ley de Educación Nacional 26.206 sancionada a fines del año 2006.
En función de esto, distintas declaraciones internacionales –desde la pionera Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 hasta la de los Derechos del Niño, de la Mujer, de los Pueblos Aborígenes, etc. – incluyen a la educación entre sus enunciados.
Como hemos visto hasta aquí, a lo largo del tiempo la concepción de la educación como un derecho pasó de un simple permiso individual a una compleja red de garantías y facultades sociales y colectivas asociadas a la creación de un mundo más justo.

Les proponemos buscar en la web La Ley de Educación Nacional 26.206 para identificar y analizar estas redes de garantías y facultades sociales y colectivas, como también el rol de Estado.
Luego, establezcan comparaciones por similitud, diferencia y complementariedad con la Ley de Educación 1420.

Los derechos en la actualidad
Sin duda, en los últimos tiempos las políticas de enunciación de derechos se han ampliado en forma considerable y han avanzado hacia nuevos campos. Pero, lamentablemente esta “hinchazón” de declaraciones parece haber estado acompañada más por su violación que por su cumplimiento. El contexto social y mundial actual, signado por muchas formas de discriminación y opresión, atenta contra el ejercicio de los diferentes derechos proclamados en esas declaraciones.
En un trabajo de balance de la década de los noventa titulado “Ya nada será igual”, Beatriz Sarlo (2001) sostiene que durante las primeras siete décadas del siglo XX “ser argentino” designaba tres cualidades: ser alfabetizado, ser ciudadano y tener trabajo asegurado. “Ser argentino” era una coalición ríspida entre una condición cultural, una condición política y una condición económica que se traducía en el ejercicio de derechos de distintos órdenes, en un especial uso de los recursos –tiempos, espacios, bienes– y en compartir colectivamente una misma visión y un mismo horizonte de futuro.
Más allá de los reiterados golpes de Estado, la ciudadanía como forma soberana se fue ampliando a lo largo del tiempo –la Ley Sáenz Peña de voto secreto y obligatorio y la ley que estableció el voto femenino en 1947 son ejemplos elocuentes–, lo que permitió el acceso de nuevos sectores a la arena política. La escuela pública gozaba de prestigio y reconocimiento, y Argentina mostraba con orgullo el crecimiento de sus tasas de escolaridad. Aceptar la condición de alumno y cumplir satisfactoriamente con las pautas planteadas por la institución eran una de las mejores garantías para lograr el ascenso y la inclusión social. El mercado laboral también fue expandiéndose y se convirtió en una vía privilegiada de obtención y disfrute de las conquistas sociales. Tener trabajo era una de las mejores formas de asegurarse no sólo la manutención cotidiana, sino también el acceso a otros derechos asociados, como la salud, la vivienda y el esparcimiento.
Esta situación se fue ampliando a lo largo del siglo XX, y su auge se dio aproximadamente entre 1945 y 1975. Argentina era entonces una sociedad rica que –si bien mantenía una fuerte desigualdad social y enfrentaba graves problemas por la falta de una distribución más justa de la riqueza– garantizaba a casi la totalidad de la población el ejercicio de sus derechos básicos, a la vez que prometía un mejor futuro a las generaciones venideras.
Pero hoy, en el siglo XXI, la situación ha cambiado radicalmente. Como dice Sarlo, “para [los] hombres y mujeres [que hoy son] menores de cuarenta años, ser argentino no presupone los derechos políticos y sociales anteriormente inscriptos en el  triángulo identitario (de la ciudadanía, la educación y el trabajo)”. La autora sostiene que esta situación, si bien terminó de consolidarse en la década de los noventa, comenzó con la última dictadura militar iniciada en 1976. En ese entonces, se puso fin al largo proceso de ampliación de los derechos a la mayoría de la población mencionados anteriormente, y se inició la nueva situación de despojo. Para lograrlo, la dictadura impulsó un proyecto político basado en el estado de sitio, el terrorismo de Estado, la prohibición del accionar de los partidos y sindicatos, la represión de la sociedad, el abuso de poder, la sumisión de la justicia y la violación sistemática de los más elementales derechos humanos.
Ese reordenamiento político fue acompañado por un reordenamiento económico que adscribía a las teorías monetaristas de la escuela de Chicago que privilegiaban al sector financiero. La apertura de los mercados, el fomento de las importaciones, la progresiva eliminación de los mecanismos clásicos de protección de la producción local y una pauta cambiaria desfavorable se combinaron para dar como resultado procesos de desindustrialización, concentración económica, desempleo y precariedad laboral.
Por supuesto, el registro educativo no estuvo exento de esta situación. El gobierno militar instauró políticas educativas específicas con la finalidad de modificar algunas lógicas previas y volverlas afines al resto de los cambios sociales. Al respecto, Myriam Southwell (2002) sostiene que la última dictadura produjo un desmantelamiento del proyecto pedagógico hegemónico vigente desde fines del siglo XIX  –al que la autora llama “modelo civilizatorio-estatal”– que, a su vez, sentó las bases para el establecimiento del neoliberalismo en la década de los noventa.
De acuerdo a sus planteos, el gobierno militar dislocó el proyecto educativo fundacional mediante tres operaciones:
1) El desarme del andamiaje del Estado docente. El Estado Nacional cedió su lugar principal como garante y prestador del servicio educativo para transferirlo a los Estados provinciales y a los sectores privados.  
2) El quiebre del discurso educacional que había sostenido la expansión escolar vinculado al ascenso social, la igualdad de oportunidades y el derecho a la educación. Implicó, para las clases más desfavorecidas, la pérdida de la movilidad social a través de la escolarización.
3) La represión mediante el terrorismo estatal. Se concretó mediante el armado de una importante estrategia represiva que iba desde la desaparición forzada de docentes y alumnos hasta el control de la vestimenta diaria, pasando por censura de libros y cesantías varias.

Para contextualizar los invitamos a ver este video  y reflexionar a partir de lo leído y de esta pregunta orientadora: ¿En qué años o gobiernos y con qué acciones concretas, según narra el video, podemos identificar los procesos de desindustrailización/precariedad laboral/rol del Estado?

 Historia de un país. La sociedad neoliberal. 
Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=xwwSozeSuEU


La constitución social de las edades
Todo esto impactó fuertemente en nuestro tema específico, la constitución social de las edades y sus implicancias educativas. Históricamente, en las sociedades occidentales, la infancia y la juventud fueron etapas signadas por una moratoria social que les permitía a esos sujetos retrasar su participación en la totalidad de las experiencias de la vida social –el trabajo, la obtención de recursos, la reproducción, el cuidado de otros, etc.– para dedicar ese período a su preparación y formación para la vida adulta. Los niños y jóvenes debían educarse para volverse hombres y mujeres en el futuro; la adultez era el resultado de un proceso educativo que los habilitaba para el ingreso pleno a la vida social.
Conjuntamente, se desarrolló en el plano educativo una segmentación institucional de atención a la infancia y la juventud –y, por continuidad, a sus familias– basada en dos circuitos diferenciados. Por un lado, estaba la escuela común, destinada a los sectores incorporados –la clase media urbana, los trabajadores estables, los inmigrantes que aceptaban las normas–. Y por el otro había un sistema de atención-internación-reclusión para los menores provenientes de los sectores que fracasaron en la adaptación a las condiciones del modelo social. Para ellos se construyó la figura del “menor jurídico”, que comprendía a aquellos niños y adolescentes que no estaban bajo la tutela familiar sino estatal por causas varias –orfandad, abandono, delincuencia, enfermedad grave, “condición de calle”, etc.–, y a quienes estaba destinada una red de instituciones educativas de atención e internación. Al primer circuito concurrían los niños y adolescentes “normales”, mientras al segundo lo hacían quienes portaban alguna “anormalidad” causada por supuestas causas biológicas, psicológicas, familiares, sociales, culturales, etc.[1] Más allá de estas diferencias, debe aclararse que ambos circuitos eran considerados capaces de lograr la inclusión social de los sujetos que le habían sido destinados.
Por otra parte, a lo largo del siglo XX, en especial en las poblaciones urbanas, se constituyó una nueva etapa vital casi inexistente previamente: la pubertad o adolescencia. Un nuevo espacio se abrió entre la juventud y la niñez, identificado con la indeterminación, el desasosiego y la angustia existencial, con cambios corporales que incluían el despertar sexual, con la necesidad de rebelión y de generación de proyectos personales, con utopías, mesianismos y situaciones de elección personal. Ahora bien, la adolescencia, entendida como ampliación del período de postergación de la asunción plena de responsabilidades sociales, familiares y personales, es una característica reservada para los sectores con mayores posibilidades económicas. Diversos estudios demuestran que la posibilidad o no de “ser adolescente” –más allá de la marca biológica– está muy relacionada a factores sociales y culturales, como el lugar de residencia, el tener hijos o la necesidad de obtener recursos para la propia supervivencia. Por eso, la adolescencia fue principalmente un fenómeno de los sectores medios urbanos que puso en jaque a la escuela secundaria durante décadas, que había sido estructurada a mediados del siglo XIX cuando dicha etapa no formaba parte del trayecto “normal” de crecimiento de los alumnos.
En términos materiales, el empobrecimiento y polarización social han afectado de modo singular y dramático a miles de infantes y jóvenes que viven en condiciones de pobreza extrema, trabajan o hacen changas, sufren el abandono o el maltrato familiar o de otros adultos, deben hacerse cargo de sí mismos y de sus hermanos, han vivido de cerca la experiencia de la muerte, han sido maltratados por las fuerzas de seguridad o han transitado por alguna institución de minoridad.
En términos simbólicos, este proceso implicó la pérdida de la aspiración compartida a un horizonte futuro de acceso a los derechos. Esto les ha provocado la pérdida de la experiencia común denominada el “tiempo de infancia” (Redondo, 2004: 125) –que podemos ampliar al “tiempo de la adolescencia” y al “tiempo de la juventud”–, asociada a esa etapa de formación y cuidado al que tienen derecho todos los miembros de las nuevas generaciones.          
A su vez, estos procesos de diferenciación se ven atravesados por tendencias de homogeneización cultural propuestas por el consumo y los medios de comunicación. Pero como esta homogeneización sólo se da en términos de valores, aspiraciones y vínculos y no en el plano material de la distribución de la riqueza y los bienes, no genera mecanismos de integración sino de segregación social. En sus programas y publicidades, los medios presentan una imagen del adolescente “normal”, claramente asociada a un sector minoritario, que se propone como deseo e imagen a alcanzar por el resto mayoritario de un grupo de edad que no posee las mismas condiciones económicas, sociales, familiares, culturales o personales que esos personajes. La adolescencia y juventud se presentan alegres, despreocupadas, bellas, vistiendo las ropas de moda, viviendo romances y sufriendo decepciones amorosas, habitando un mundo altamente tecnologizado y manteniéndose ajenas a las responsabilidades de la vida supuestamente adulta (marcada por el trabajo, la descendencia, la supervivencia, etc.) ubicada en su tiempo futuro. Desde esta perspectiva mediática sólo podrían ser jóvenes quienes pertenecen a los sectores sociales relativamente acomodados; los otros carecerían de juventud.
Hoy, el circuito “normal” por el que circulan los grupos integrados, cuantitativamente menor a sus valores históricos, se construye con los tramos más estables y duraderos de infancia - adolescencia prolongada - juventud prolongada -adultez. Mientras que, por otro lado, se construye el circuito “degradado” por el que circulan las mayorías no integradas, compuesto por los tramos más cortos e inestables de minoridad - adultez temprana. Esta situación se basa en un reparto diferencial y desigual de derechos: mientras los miembros del primer circuito gozan de ellos, el segundo se construye mediante su ausencia. Es más, podría plantearse que este segundo circuito se produce privando a los sujetos de los derechos que les corresponderían si pertenecieran al primero: la “minoridad” se construye quitándoles infancia, y la “adultez temprana”, quitándoles adolescencia y juventud.
Para comprender mejor estos procesos nos es útil una categoría acuñada por Guillermo O’Donnell (2004): la noción de “ciudadanía de baja intensidad”. Con ella se refiere al hecho de que, a pesar de que en términos formales todos tenemos los mismos derechos y libertades, a muchos les son negados de hecho: por ejemplo, hoy son muchos los sujetos y familias que no disfrutan de protección contra la violencia policial y las variadas formas de violencia privada; se les niega acceso igualitario a las agencias del Estado y los juzgados; sus domicilios pueden ser invadidos arbitrariamente y, en general, están forzados a vivir una vida no sólo de pobreza sino de humillación recurrente y de miedo a la violencia, muchas veces perpetrada por las fuerzas de seguridad que supuestamente deberían protegerlos.

Algunas implicancias educativas
Estos sectores, que muchas veces ven limitadas sus expectativas a la simple sobrevivencia diaria –como conseguir qué comer esa noche o no morir en algún calabozo por “gatillo fácil” –, relegan las posibilidades que la educación puede brindarles de tener una vida futura mejor basada en el ejercicio de  sus derechos. Como señalan Finnegan y Pagano (2007):
“En buena medida, la posición social de los sectores populares en el actual contexto limita la vida de estos grupos, donde lo central de su cotidiano es la búsqueda del ingreso económico. Dicha situación reduce las aspiraciones y posibilidades de incluirse en instituciones educativas y restringe, del mismo modo, los procesos de disputa del capital cultural [...] Estimamos que la búsqueda del recurso/ingreso económico trae aparejado que las relaciones de los/as chicos/as con los bienes educativos y culturales pasen a un segundo plano o bien se hallen por fuera de sus expectativas e intereses”.
En consonancia con esto, Gabriel Kessler (2004) construye el concepto de “escolaridad de baja intensidad” para describir el vínculo educativo que establecen con el sistema educativo muchos adolescentes de los sectores marginados. Son alumnos que, si bien continúan inscriptos en la escuela a la que concurren con mayor o menor frecuencia –muchas veces menor–, no realizan casi ninguna de las actividades escolares que se supone debe hacer un alumno, como cumplir con la tarea, estudiar, tomar apuntes, llevar los útiles, mantener la regularidad, someterse a evaluaciones, etc. Se limitan a estar en las aulas en forma intermitente. Es decir, no se “enganchan” con la vida escolar. Esto produce entonces un círculo vicioso que genera malestar en todos los sujetos intervinientes, quienes se sienten incómodos en esa situación. Así lo describe Kessler:
“Del lado de la escuela se adopta una suerte de arreglo de compromiso ya que, al no poder controlarlos y al mismo tiempo intentar no expulsarlos del sistema sin el título, renuncian a toda exigencia con tal de que salgan lo antes posible de allí. Del lado de los jóvenes, esto parece ser la confirmación más acabada de que la institución escolar ‘no sirve absolutamente para nada’ ya que aun sin estudiar logran no sólo pasar de año sino incluso obtener el título”.

En resumen…
Hace pocas décadas, “ser argentino” se vinculaba al ejercicio de tres derechos considerados básicos e incuestionables: trabajo, representación política y escuela. Esto no implica que en el pasado esto estaba garantizado para todos, sino que se había constituido un imaginario en el que estaba presente la aspiración y la posibilidad de lograrlo. Ese fue el patrón con el que se constituyeron las identidades de numerosas generaciones de argentinos. Pero el modelo de ajuste económico, privatización y desregulación iniciado por la dictadura, y puesto en plena vigencia en la década del noventa con su corolario en la arrolladora crisis de 2001, dieron lugar al empobrecimiento de amplios sectores de la población y a una creciente polarización social que implicó la pérdida de los viejos soportes colectivos. En este nuevo contexto, los individuos que antes actuaban, pensaban y sentían en el marco de estructuras sociales y normas –como las familias, los sindicatos, los partidos políticos, etc.– que les otorgaban identidades, seguridades y obligaciones, y sobre todo les garantizaban sus derechos, ahora tenían que hacerlo en la incertidumbre del capitalismo flexible, caracterizado por la pérdida de las certezas tradicionales y de las viejas redes de contención. Podemos decir que había caído el modelo de sociedad integrada por la acción política de un Estado capaz de articular inclusivamente al conjunto de la población y garantizar el ejercicio de derechos. El individuo aparecía entonces fragilizado por la falta de recursos materiales y protecciones colectivas que en ciertos sectores se transformó directamente en desafiliación o exclusión social. Estaba “a la intemperie”, según la expresión de Duschatzky (2007).
Esta progresiva individualización de las distintas esferas sociales –el pasaje de los espacios colectivos de contención a la total des-sujeción de los individuos– tenía su correlato en la idea de la responsabilización individual por la propia vida. Situaciones como la pobreza o el desempleo dejaban de ser entendidas como temas sociales, para pasar a ser comprendidas como problemáticas individuales, lo que redundaba en mecanismos de culpabilización de las víctimas. Por ejemplo, se estigmatiza a la infancia marginada como un “peligro social” o como una “población en riesgo”, y no se comprende su situación como el resultado de los procesos de segregación social: el adolescente excluido es culpabilizado por su exclusión, como si fuera producto de su decisión personal y no una consecuencia del modelo social. Así el “problema” son “los pobres” y no “la pobreza”, “los desocupados” y no “la desocupación”, los “delincuentes” y no “la delincuencia”. Los derechos se esfuman como bien social para volverse una propiedad personal limitada a pocos, y se impone un imaginario social que considera que los derechos más “individuales” –como la propiedad y la seguridad– son prioritarios a los derechos colectivos como la educación y la salud.

Si el individuo aparece fragilizado por la pérdida de las protecciones colectivas y el proceso de individualización de las esferas de la sociedad implicó la pérdida de los derechos como bienes sociales, nos preguntamos:
¿Son los sujetos últimos responsables de su situación de exclusión? De ser así ¿no estaríamos descontextualizándolo del marco histórico, político y cultural que lo atraviesa? ¿Se naturaliza –en tanto no se la cuestiona– a la desigualdad como destino inapelable?
 
Un nuevo panorama se presenta en los últimos años, en los cuales se busca reconstruir los tejidos de inclusión social rotos y construir nuevos. En dicho proceso es central el lugar que puede y debe ocupar la educación. Pero para tal, es necesario pasar de las intenciones a los análisis y la generación de propuestas. Sobre estos temas ahondaremos en la próxima clase. 
 
 

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