Educar hoy. Niños, adolescentes y jóvenes contemporáneos[1]
Pablo Pineau
Presentación del módulo
La educación tiene que ver con la natalidad, con el hecho de que constantemente nacen seres humanos en el mundo. (Arendt, 1996)
La
educación argentina y latinoamericana está hoy en tránsito. Ante el
desafío de reformular sus horizontes, cada vez son más las voces que
señalan que, frente al derrumbe del modelo neoliberal se asientan los
cimientos de un nuevo contorno social en vastas zonas de la región. El
protagonismo que alcanzan los nuevos proyectos político-sociales se pone
de manifiesto en su capacidad para incidir en la agenda política,
instalando debates que hubiesen resultado -hasta hace muy pocos años-
francamente impensables. En este contexto, se vuelve imperioso que los
docentes instalemos un interrogante orientador de las próximas acciones:
¿hacia qué futuro mira, y debe mirar, la educación argentina y
latinoamericana en este presente?
Dentro
de este contexto, los sujetos pedagógicos modernos -resumibles en la
categoría “alumno” y “docente”, traducciones educativas de “adultez” e
“infancia-adolescencia-juventud”- se presentan en crisis, por lo que es
necesario complejizar su construcción y comprensión para la elaboración
de nuevas prácticas educativas. Por eso, en este módulo nos proponemos
presentar algunas de los abordajes actuales al respecto que incluyan
problemáticas éticas y políticas, debates pedagógicos, las imbricaciones
con diferencias sociales y culturales, y la reconfiguración actual de
ciertas instituciones modernas como la familia, la escuela, la nación,
el trabajo y el género.
Usualmente,
pensamos a las edades como algo que nuestros saberes ya han capturado:
las podemos explicar, prever, intervenir, nombrar. Los niños,
adolescentes y jóvenes se transforman en objeto de estudio, en blanco de
nuestro poder como sociedad. Desde este posicionamiento, pareciera que
le imprimimos un molde en función de los distintos modelos históricos y
culturales vigentes. Sin embargo, y al mismo tiempo son lo otro. Como
sostiene Jorge Larrosa sobre la infancia: “Es insistir una vez más: los
niños, esos seres extraños de los que nada se sabe, esos seres salvajes
que no entienden nuestra lengua”[2] (Ib.: 166). Es reconocer que hay algo que se nos escapa, que se cuela entre los dedos: la aparición de lo nuevo.
Entonces,
acordamos en pensar a las edades más allá de los saberes certeros que
creemos tener sobre ella, pero tampoco podemos definirla como aquello
que no sabemos aún: la tarea no consiste en reducir lo que todavía hay
de desconocido y salvaje en los niños y jóvenes. Pensarlos como enigma,
como lo otro novedoso, “nos lleva a una región en la que no rigen las
medidas de nuestro saber y de nuestro poder” (Ib.: 167). En ese sentido,
esto no sólo tiene impacto en la construcción de subjetividad de las y
los nuevos, sino que también es motor epistemológico de la sociedad,
permitiendo la aparición de la novedad.
Empecemos
reflexionando en torno a los actuales sentidos atribuidos a las
infancias y adolescencias y sobre lo “novedoso” y “plural” que hay en
ellas: ¿qué queremos significar cuando hablamos de las nuevas infancias y
adolescencias? Surge la pregunta: ¿de dónde proviene el carácter
novedoso y múltiple?
Nos ayuda a comenzar a responder esta pregunta Kántor (2008)[3]:
“Las adolescencias y las juventudes siempre fueron ‘nuevas’; ellos/as
son ‘los nuevos’ entre nosotros, como nosotros fuimos los nuevos para
los de antes” (Ib. 16). Este sentido clásico y casi universal asocia lo
nuevo al recambio, pudiéndose aplicar en cualquier contexto histórico y
cultural. Sin embargo, existe algo sustancialmente novedoso para los
nuevos de nuestra época: “la brecha socioeconómica sin
precedentes entre los nuevos […], la brecha cultural sin precedentes
entre diferentes generaciones contemporáneas”(Ib. 16). Es esta
distancia, esta distribución inequitativa de recursos económicos y
diferenciación de circuitos culturales, lo que define a nuestras y
nuestros nuevas y nuevos, a nuestras infancias y adolescencias.
Complementariamente,
podría pensarse el uso del plural como consecuencia de las pasiones de
las políticas neoliberales -irónicamente multiculturalistas- presentado
en el curso anterior, un reconocimiento casi lúdico y “marketinero” de
la diversidad cultural, que permitió la instalación de políticas
focalizadas que dilapidaban la posibilidad de universales comunes;
surgen así millones de individualidades particularizadas, que se ven
impedidas de formar un colectivo que ponga en relieve sus demandas, sus
visiones del mundo y sus derechos comunes. En franca oposición, el
sentido que le debemos otorgar es otro: lo plural pone de relieve,
denuncia, la imposibilidad de que una expresión en singular aúne las
desigualdades de nuestros nuevos.
Por
último, quisiéramos sumarle otra cualidad que define lo novedoso: lo
adolescente, lo joven, y la infancia -otrora, el recambio y la
diferencia casi neutral- se desplazan de lo extraño a lo hostil; el
paradigma de la infancia y la adolescencia como liberadora del mal de la
sociedad, como fuerza de cambio y como esperanza, ese paradigma, está
estallado. Lo infantil, lo joven, lo adolescente, lo nuevo, lo singular y
lo plural tienen acepciones que estigmatizan y otras que invitan a
pensar sujetos plenos de derecho. Es necesario, entonces, que en este
redireccionamiento del discurso sobre los nuevos jóvenes y adolescentes
podamos pensar nuestras acciones pedagógicas, tanto si van a
implementarse estrictamente en la escuela o en el marco de alguna
programa socioeducativo
Un tema de la pedagogía
De
acuerdo a la cita de Arendt que encabeza esta presentación, convocamos a
pensar estos problemas específicamente como “algo” que tiene que ver
con la educación, como un objeto de análisis pedagógico. Cabe aquí hacer
una aclaración al respecto de esta terminología. En la segunda mitad
del siglo XX, el concepto de “pedagogía” fue sustituido por el de
“ciencias de la educación”, tanto por las articulaciones que esta noción
había establecido con posiciones políticas totalitarias y autoritarias
en décadas anteriores, como por el avance de miradas tecnocráticas en el
contexto de la Guerra Fría. Este cambio era también una forma de
dotarle mayor “cientificidad” y eficacia, y de sumar el aporte de otras
miradas en expansión en aquellos tiempos como las de la psicología y la
sociología. Sin embargo, en las últimas décadas, ha habido un
renacimiento de la “pedagogía” como saber específico sobre el hecho
educativo que, en diálogo con otras disciplinas, aporta elementos para
pensar y transformar la actualidad. Este módulo se ubica en esta última
concepción, atendiendo a la necesidad de configurar identidades
profesionales capaces de efectuar intervenciones en situaciones sociales
complejas.
En
el marco de esta Especialización, les proponemos construir una mirada
sobre “lo educativo” que lo comprenda como una instancia autónoma que,
por lo tanto, goza de reglas propias a partir de las cuales se articula
con otras instancias sociales. Ni variable dependiente ni variable
independiente, la educación se inscribe en forma diversa y compleja en
la trama social, en la que no existe un observador privilegiado. El tipo
de relación que lo educativo establece respecto al resto de lo social
-relación de determinación, traducción, subordinación, independencia,
ambivalencia, etc.- es objeto de discusión y análisis en tanto no
concebimos estas relaciones como esenciales ni fijas, y mucho menos
inmutables a través del tiempo y de las distintas sociedades. En otras
palabras, no podemos sostener que la educación siempre “reproduce” la
estructura de clase, “subordina” lo cultural a lo político, o es
absolutamente autónoma de lo económico, sino que dichas cuestiones deben
ser analizadas en tanto casos concretos con regularidades y
particularidades propias.
Así,
nos planteamos como objeto de análisis las complejas relaciones que la
educación ha establecido con otras dimensiones de lo social -lo que
clásicamente ha sido denominado “el contexto”- a lo largo del tiempo y
las articulaciones que genera con el resto de las esferas de lo social
(económica, política, social, cultural, ideológica, religiosa,
artística, etc.) para poder dar cuenta de sí misma. Esta opción advierte
sobre la necesidad de partir de un recorte -y consiguiente rescate- de
“lo educativo” (que incluye lo escolar y también a otros espacios en
los que se transmite la cultura o se enseña) como una dimensión con
cierta independencia, autonomía o identidad respecto del resto de los
registros de lo social, con los que mantiene a su vez fuertes
conexiones.
Partimos
de considerar que es necesario re-posicionar la reflexión pedagógica en
la historia y en los problemas argentinos y latinoamericanos,
recuperando la especificidad local, nacional y regional. Es necesario
llevar a cabo una reflexión crítica sobre la actual situación educativa
que aporte herramientas para la producción de prácticas concretas.
Proponemos hacer esta reflexión en un camino a tres aguas entre la
historia, la política y la teoría, como formas de entender el presente e
imaginar mejores futuros.
Presentación general del módulo
Por esto, ordenamos este módulo en tres bloques. El primero está compuesto por las clases 1 y 2, tiene como objeto El derecho a la educación. En
él realizamos un recorrido en torno a la posición que tomó la educación
en la configuración de cada época, deteniéndonos en particular en las
últimas décadas. Nos proponemos presentar un telón que nos permita
desplegar distintos interrogantes sobre diferentes épocas. ¿Cómo lograr
el acceso a la educación? ¿Qué deben aprender los niños, las niñas y lxs
adolescentes? ¿Qué tensiones se producen entre la homogeneización y el
reconocimiento de las diferencias? ¿Qué hay más allá del acceso y la
permanencia en el sistema educativo? ¿Qué oportunidades puede brindar la
escuela? Cada pregunta cobra un peso mayor en una época histórica
específica; veamos entonces cómo se configuraron y configuran las
posibles respuestas.
Un segundo bloque está compuesto por las clases 3 y 4, construye como objeto de reflexión a la terna autoridad y transmisión, y
las relaciones entre ellas. En ellas plantearemos que los momentos
educativos ponen en juego un saber, una experiencia, una tradición que
se cree importante y vital para un otro. En ese proceso de transmisión
nos encontramos con la necesidad de autorizar nuestro rol y mensaje, de
dimensionar la relevancia que tiene la distribución de ese saber para
nuestra sociedad y volverla más justa.
Finalmente, el tercer bloque está compuesto por las clases 5 y 6, que abordan específicamente el tema de los sujetos pedagógicos. Nos
interesa comprender la construcción de estos sujetos pedagógicos
contemporáneos; en ese camino pensamos las nuevas subjetividades en
juego y nos preguntamos por la forma de darles cobijo en las propuestas
educativas.
Objetivos generales
Por lo dicho, en este módulo nos proponemos:
- Situarnos en una perspectiva histórica para comprender la coyuntura actual de las problemáticas socio-educativas en sus aspectos teóricos y políticos.
- Identificar y desarrollar los ejes principales del debate teórico-político contemporáneo sobre las formas contemporáneas de niñez, adolescencia y juventud como insumo para la elaboración de propuestas educativas.
- Potenciar la posibilidad de realizar lecturas críticas de las prácticas educativas y sociales que se traduzcan en el desarrollo de procesos de acción y transformación en nuestra propia práctica educativa.
- Problematizar las respuestas que el discurso pedagógico toma frente a nuevas expresiones de diversos problemas a través de la incorporación de nuevas herramientas conceptuales que permitan repensar la sociedad y la educación actual.
[1] Este
curso es una reescritura del módulo “Problemáticas de la educación
contemporánea” del Postítulo y Tecnicatura Superior en Pedagogía y
Educación Social, Ministerio de Educación de la Nación, escrito por
Pablo Pineau y Agustín Ingratta en 2013.
[2] Larrosa,
J. (1994) “El enigma de la infancia” en Pedagogía Profana: Estudios
sobre Lenguaje, Subjetividad, Formación. Buenos Aires, Noveduc
[3] Kantor, Debora (2008) Variaciones para educar adolescentes y jóvenes (2008), Buenos Aires, Del estante editorial.
01.La educación como derecho: acercamientos teóricos e históricos
Bienvenidos a la primera clase del módulo.
Como
hemos enunciado en la presentación, esta clase conforma, junto con la
siguiente, el primer bloque del módulo que tiene como objeto el derecho a la educación.
Antes
de presentar las conceptualizaciones centrales, y como lo haremos en el
inicio de cada bloque, los invitamos a registrar las ideas y saberes
que cada uno tiene respecto al tema planteado.
¿Cuál
es la propuesta? Tomarse unos minutos antes de leer la clase para
identificar y registrar cuáles son las concepciones, ideas y/o
valoraciones respecto del tema enunciado en el título de la clase, y
sobre todo aquellos temas y conceptos que consideran que deben
desglosarse de su desarrollo. La idea es que, después de cada bloque
temático y a la luz de la lectura de los materiales presentados, puedan
volver sobre ellas para ampliarlas o contrarrestarlas.
Sugerimos a aquellos colegas que han cursado
otros módulos de la Especialización en Políticas y Programas
Socioeducativos, que los relean y completen sus “anticipaciones” con
esos aportes.
La sombra de Ambrosio Millicay
“En
uno de los Libros Capitulares del antiguo Cabildo catamarqueño (de
comienzos del siglo XIX) consta que Ambrosio Millicay, mulato del
maestro de campo Nieva y Castillo, fue penado con veinticinco azotes,
que le fueron dados en la plaza pública, por haberse descubierto que
sabía leer y escribir” (Ramos, 1911, tomo II: 497).
La
historia de Ambrosio Millicay, sucedida hace más de doscientos años,
nos sirve como punto de partida para pensar el problema de la educación
como derecho. Por siglos, la educación había estado reservada para unos
pocos que la utilizaban para su beneficio. Hacia los siglos XVIII y XIX,
las luchas sociales incluyeron la democratización educativa como uno de
sus objetivos, de modo que uno de los principios de la construcción del
sistema educativo a lo largo de los siglos XIX y XX fue garantizar que
no volvieran a suceder historias como las que cuenta nuestra cita
inicial. La gratuidad y obligatoriedad escolar, la formación docente y
la responsabilidad principal e indelegable del Estado como garante de la
educación fueron algunas de sus acciones más representativas.
Pero
en la práctica la sombra de Ambrosio Millicay se proyecta en forma
amenazante. La tensión entre la ampliación y la restricción de derechos
ha sido uno de los hilos conductores de la historia de la educación y de
la política del siglo XX. A lo largo de los años, diversos Ambrosios
Millicays fueron azotados en la plaza pública por haberse comprobado que
sabían leer y escribir. Y, en oposición a la máxima pedagógica antigua,
pareciera que para ellos la letra con sangre sale; el ejercicio de la
violencia no tuvo tanto que ver con lograr que aprendieran sino con
lograr que no lo hicieran.
Hoy,
los niños, niñas y adolescentes privados de sus derechos más
elementales son Ambrosios contemporáneos, arrojados a situaciones de
dolor, maltrato y carencias que, como los azotes al mulato, les quitan
aquello que deberían tener asegurado por nacimiento. De esta forma, a
los educadores nos toca muchas veces la tarea de “restituir” derechos
–sobre todo el derecho a la educación– a estas poblaciones a las que les
fueron robados.
Para
tal fin, en estas dos primeras clases queremos aportar ideas para
revisar qué es hoy el derecho a la educación, no como simple enunciación
bienintencionada sino como clave desde la cual pensar e implementar
prácticas pedagógicas que aporten a la construcción de un mundo más
justo. No se proponen como una guía donde encontrar medidas concretas a
tomar, sino como una invitación a “frenar la urgencia” del devenir
cotidiano para levantar un poco la mirada y ampliar el horizonte del
debate que nos permita construir, resignificar, profundizar y criticar
las estrategias diarias de intervención.
Una revisión histórica
La
concepción del hombre como poseedor de derechos es una creación del
siglo XVIII. La Independencia de Estados Unidos, los comienzos de la
Revolución Industrial y la Revolución Francesa llevaron a pensar las
sociedades con términos nuevos como soberanía popular, contrato social,
delegación, división de poderes y, sobre todo, ciudadanía. Según estos
nuevos postulados, todos los hombres nacen libres e iguales, lo que
equivale a decir que llegan al mundo con las mismas atribuciones y
garantías. Así, el súbdito del Antiguo Régimen monárquico, que
establecía un vínculo de vasallaje con su señor y al que no podía
rebelarse, dio paso a la creación del ciudadano, individuo portador de derechos y deberes.
Los
derechos referidos a los sujetos remiten explícitamente a la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789,
establecida durante la Revolución Francesa. En ella se proclamaba la
libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión como
derechos naturales e imprescriptibles de todos los hombres.
Por “naturales” se entendían los derechos que pertenecen al hombre por
nacimiento, y que, por lo tanto, deben ser reconocidos por la sociedad y
el Estado sin ninguna restricción. Estos derechos se dirigían
especialmente a proteger a los individuos frente a los poderes absolutos
–como las monarquías y los imperios–, por lo que se constituyeron más
como permisos que como atribuciones; es por eso que muchas veces
aparecen enunciados como libertades. En nuestro país, esto se cristalizó
en la redacción de artículos constitucionales –como el artículo 14 de
la Constitución Nacional de 1853– y otras leyes que les dan amparo legal
y judicial contra potenciales abusos. En el caso educativo, se
manifiesta en el derecho –en tanto “autorización”– de todos a aprender,
independientemente de que este derecho se efectivice o no.
Ya avanzado el siglo XIX, y con mayor fuerza en el siglo XX, estos primeros derechos individuales o civiles dieron paso a una nueva generación de derechos llamados derechos sociales
(derecho a la libertad de asociación, a las condiciones de trabajo, al
salario digno, al sistema de salud, a la vivienda, etc.) que, en el
caso de nuestro país, se plasmaron mayoritariamente en el artículo 14
bis de la Constitución Nacional y en las leyes que de él se derivan. En
esta nueva posición, la sociedad y el Estado deben abandonar su función
de simples protectores que limitan su accionar a permitir que los
sujetos hagan uso de los derechos, para volverse los garantes efectivos
de su ejercicio. Es decir, no sólo deben reconocerlos, sino también
protegerlos, ampararlos y velar por su cumplimiento. Como explicábamos
más arriba, para el caso educativo esto implicó ciertas medidas como el
establecimiento de la obligatoriedad y la gratuidad escolar, la
comprensión del Estado docente como su último garante y la asignación de
recursos públicos humanos y materiales para satisfacer tal fin.
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Para analizar antes de continuar
Los invitamos a leer los capítulos I y II de la Ley de Educación 1420 de 1884 y analizarlos a la luz de las siguientes preguntas:
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Para profundizar los invitamos a visualizar el Especial de Canal Encuentro “Ley 1420, el derecho a la educación común”.
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Ley 1420, el derecho a la educación común.
Canal Encuentro.
Disponible en: http://www.encuentro.gov.ar/sitios/encuentro/Programas/ver?rec_id=123486
Finalmente, en las últimas décadas del siglo XX se ha comenzado a hablar de los derechos de tercera generación o difusos,
porque sus sujetos beneficiarios no son claramente identificables:
puede ser la humanidad toda o un colectivo determinado. Se trata de los
derechos de los pueblos originarios, de la mujer, o los derechos hacia
la diversidad sexual, etc. Estos derechos se refieren también a los
bienes comunes como el agua, el aire, la tierra; a la defensa de
derechos colectivos, como el derecho a la cultura propia, o a temáticas
más abstractas como la autodeterminación de los pueblos, la paz, etc. En
educación se vinculan, por ejemplo, al derecho a la educación
multicultural, a la enseñanza en lengua nativa y a la educación
ambiental. Algunos artículos reformados o agregados en la Reforma
Constitucional de 1994 le otorgan en nuestro país la garantía legal
máxima, lo que se vio fortalecido por la actual Ley de Educación
Nacional 26.206 sancionada a fines del año 2006.
En
función de esto, distintas declaraciones internacionales –desde la
pionera Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 hasta la
de los Derechos del Niño, de la Mujer, de los Pueblos Aborígenes, etc. –
incluyen a la educación entre sus enunciados.
Como hemos visto hasta aquí, a lo largo del tiempo la concepción de la educación como un derecho pasó de un simple permiso individual a una compleja red de garantías y facultades sociales y colectivas asociadas a la creación de un mundo más justo.
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Les
proponemos buscar en la web La Ley de Educación Nacional 26.206 para
identificar y analizar estas redes de garantías y facultades sociales y
colectivas, como también el rol de Estado.
Luego, establezcan comparaciones por similitud, diferencia y complementariedad con la Ley de Educación 1420. |
Los derechos en la actualidad
Sin
duda, en los últimos tiempos las políticas de enunciación de derechos
se han ampliado en forma considerable y han avanzado hacia nuevos
campos. Pero, lamentablemente esta “hinchazón” de declaraciones parece
haber estado acompañada más por su violación que por su cumplimiento. El
contexto social y mundial actual, signado por muchas formas de
discriminación y opresión, atenta contra el ejercicio de los diferentes
derechos proclamados en esas declaraciones.
En
un trabajo de balance de la década de los noventa titulado “Ya nada
será igual”, Beatriz Sarlo (2001) sostiene que durante las primeras
siete décadas del siglo XX “ser argentino” designaba tres cualidades:
ser alfabetizado, ser ciudadano y tener trabajo asegurado. “Ser
argentino” era una coalición ríspida entre una condición cultural, una
condición política y una condición económica que se traducía en el
ejercicio de derechos de distintos órdenes, en un especial uso de los
recursos –tiempos, espacios, bienes– y en compartir colectivamente una
misma visión y un mismo horizonte de futuro.
Más
allá de los reiterados golpes de Estado, la ciudadanía como forma
soberana se fue ampliando a lo largo del tiempo –la Ley Sáenz Peña de
voto secreto y obligatorio y la ley que estableció el voto femenino en
1947 son ejemplos elocuentes–, lo que permitió el acceso de nuevos
sectores a la arena política. La escuela pública gozaba de prestigio y
reconocimiento, y Argentina mostraba con orgullo el crecimiento de sus
tasas de escolaridad. Aceptar la condición de alumno y cumplir
satisfactoriamente con las pautas planteadas por la institución eran una
de las mejores garantías para lograr el ascenso y la inclusión social.
El mercado laboral también fue expandiéndose y se convirtió en una vía
privilegiada de obtención y disfrute de las conquistas sociales. Tener
trabajo era una de las mejores formas de asegurarse no sólo la
manutención cotidiana, sino también el acceso a otros derechos
asociados, como la salud, la vivienda y el esparcimiento.
Esta
situación se fue ampliando a lo largo del siglo XX, y su auge se dio
aproximadamente entre 1945 y 1975. Argentina era entonces una sociedad
rica que –si bien mantenía una fuerte desigualdad social y enfrentaba
graves problemas por la falta de una distribución más justa de la
riqueza– garantizaba a casi la totalidad de la población el ejercicio de
sus derechos básicos, a la vez que prometía un mejor futuro a las
generaciones venideras.
Pero
hoy, en el siglo XXI, la situación ha cambiado radicalmente. Como dice
Sarlo, “para [los] hombres y mujeres [que hoy son] menores de cuarenta
años, ser argentino no presupone los derechos políticos y sociales
anteriormente inscriptos en el triángulo identitario (de la ciudadanía,
la educación y el trabajo)”. La autora sostiene que esta situación, si
bien terminó de consolidarse en la década de los noventa, comenzó con la
última dictadura militar iniciada en 1976. En ese entonces, se puso fin
al largo proceso de ampliación de los derechos a la mayoría de la
población mencionados anteriormente, y se inició la nueva situación de
despojo. Para lograrlo, la dictadura impulsó un proyecto político basado
en el estado de sitio, el terrorismo de Estado, la prohibición del
accionar de los partidos y sindicatos, la represión de la sociedad, el
abuso de poder, la sumisión de la justicia y la violación sistemática de
los más elementales derechos humanos.
Ese
reordenamiento político fue acompañado por un reordenamiento económico
que adscribía a las teorías monetaristas de la escuela de Chicago que
privilegiaban al sector financiero. La apertura de los mercados, el
fomento de las importaciones, la progresiva eliminación de los
mecanismos clásicos de protección de la producción local y una pauta
cambiaria desfavorable se combinaron para dar como resultado procesos de
desindustrialización, concentración económica, desempleo y precariedad
laboral.
Por
supuesto, el registro educativo no estuvo exento de esta situación. El
gobierno militar instauró políticas educativas específicas con la
finalidad de modificar algunas lógicas previas y volverlas afines al
resto de los cambios sociales. Al respecto, Myriam Southwell (2002)
sostiene que la última dictadura produjo un desmantelamiento del
proyecto pedagógico hegemónico vigente desde fines del siglo XIX –al
que la autora llama “modelo civilizatorio-estatal”– que, a su vez, sentó
las bases para el establecimiento del neoliberalismo en la década de
los noventa.
De acuerdo a sus planteos, el gobierno militar dislocó el proyecto educativo fundacional mediante tres operaciones:
1) El desarme del andamiaje del Estado docente. El
Estado Nacional cedió su lugar principal como garante y prestador del
servicio educativo para transferirlo a los Estados provinciales y a los
sectores privados.
2) El
quiebre del discurso educacional que había sostenido la expansión
escolar vinculado al ascenso social, la igualdad de oportunidades y el
derecho a la educación. Implicó, para las clases más desfavorecidas, la pérdida de la movilidad social a través de la escolarización.
3) La represión mediante el terrorismo estatal. Se
concretó mediante el armado de una importante estrategia represiva que
iba desde la desaparición forzada de docentes y alumnos hasta el control
de la vestimenta diaria, pasando por censura de libros y cesantías
varias.
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Para contextualizar los invitamos a ver este video y reflexionar a partir de lo leído y de esta pregunta orientadora: ¿En qué años o gobiernos y con qué acciones concretas, según narra el video, podemos identificar los procesos de desindustrailización/precariedad laboral/rol del Estado? |
Historia de un país. La sociedad neoliberal.
Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=xwwSozeSuEU
La constitución social de las edades
Todo
esto impactó fuertemente en nuestro tema específico, la constitución
social de las edades y sus implicancias educativas. Históricamente, en
las sociedades occidentales, la infancia y la juventud fueron etapas
signadas por una moratoria social que les permitía a esos
sujetos retrasar su participación en la totalidad de las experiencias de
la vida social –el trabajo, la obtención de recursos, la reproducción,
el cuidado de otros, etc.– para dedicar ese período a su preparación y
formación para la vida adulta. Los niños y jóvenes debían educarse para
volverse hombres y mujeres en el futuro; la adultez era el resultado de
un proceso educativo que los habilitaba para el ingreso pleno a la vida
social.
Conjuntamente,
se desarrolló en el plano educativo una segmentación institucional de
atención a la infancia y la juventud –y, por continuidad, a sus
familias– basada en dos circuitos diferenciados. Por un lado, estaba la
escuela común, destinada a los sectores incorporados –la clase media
urbana, los trabajadores estables, los inmigrantes que aceptaban las
normas–. Y por el otro había un sistema de
atención-internación-reclusión para los menores provenientes de los
sectores que fracasaron en la adaptación a las condiciones del modelo
social. Para ellos se construyó la figura del “menor jurídico”, que
comprendía a aquellos niños y adolescentes que no estaban bajo la tutela
familiar sino estatal por causas varias –orfandad, abandono,
delincuencia, enfermedad grave, “condición de calle”, etc.–, y a quienes
estaba destinada una red de instituciones educativas de atención e
internación. Al primer circuito concurrían los niños y adolescentes
“normales”, mientras al segundo lo hacían quienes portaban alguna
“anormalidad” causada por supuestas causas biológicas, psicológicas,
familiares, sociales, culturales, etc.[1] Más allá
de estas diferencias, debe aclararse que ambos circuitos eran
considerados capaces de lograr la inclusión social de los sujetos que le
habían sido destinados.
Por
otra parte, a lo largo del siglo XX, en especial en las poblaciones
urbanas, se constituyó una nueva etapa vital casi inexistente
previamente: la pubertad o adolescencia. Un nuevo espacio se abrió entre
la juventud y la niñez, identificado con la indeterminación, el
desasosiego y la angustia existencial, con cambios corporales que
incluían el despertar sexual, con la necesidad de rebelión y de
generación de proyectos personales, con utopías, mesianismos y
situaciones de elección personal. Ahora bien, la adolescencia, entendida
como ampliación del período de postergación de la asunción plena de
responsabilidades sociales, familiares y personales, es una
característica reservada para los sectores con mayores posibilidades
económicas. Diversos estudios demuestran que la posibilidad o no de “ser
adolescente” –más allá de la marca biológica– está muy relacionada a
factores sociales y culturales, como el lugar de residencia, el tener
hijos o la necesidad de obtener recursos para la propia supervivencia.
Por eso, la adolescencia fue principalmente un fenómeno de los sectores
medios urbanos que puso en jaque a la escuela secundaria durante
décadas, que había sido estructurada a mediados del siglo XIX cuando
dicha etapa no formaba parte del trayecto “normal” de crecimiento de los
alumnos.
En
términos materiales, el empobrecimiento y polarización social han
afectado de modo singular y dramático a miles de infantes y jóvenes que
viven en condiciones de pobreza extrema, trabajan o hacen changas,
sufren el abandono o el maltrato familiar o de otros adultos, deben
hacerse cargo de sí mismos y de sus hermanos, han vivido de cerca la
experiencia de la muerte, han sido maltratados por las fuerzas de
seguridad o han transitado por alguna institución de minoridad.
En
términos simbólicos, este proceso implicó la pérdida de la aspiración
compartida a un horizonte futuro de acceso a los derechos. Esto les ha
provocado la pérdida de la experiencia común denominada el “tiempo de
infancia” (Redondo, 2004: 125) –que podemos ampliar al “tiempo de la
adolescencia” y al “tiempo de la juventud”–, asociada a esa etapa de
formación y cuidado al que tienen derecho todos los miembros de las
nuevas generaciones.
A
su vez, estos procesos de diferenciación se ven atravesados por
tendencias de homogeneización cultural propuestas por el consumo y los
medios de comunicación. Pero como esta homogeneización sólo se da en
términos de valores, aspiraciones y vínculos y no en el plano material
de la distribución de la riqueza y los bienes, no genera mecanismos de
integración sino de segregación social. En sus programas y publicidades,
los medios presentan una imagen del adolescente “normal”, claramente
asociada a un sector minoritario, que se propone como deseo e imagen a
alcanzar por el resto mayoritario de un grupo de edad que no posee las
mismas condiciones económicas, sociales, familiares, culturales o
personales que esos personajes. La adolescencia y juventud se presentan
alegres, despreocupadas, bellas, vistiendo las ropas de moda, viviendo
romances y sufriendo decepciones amorosas, habitando un mundo altamente
tecnologizado y manteniéndose ajenas a las responsabilidades de la vida
supuestamente adulta (marcada por el trabajo, la descendencia, la
supervivencia, etc.) ubicada en su tiempo futuro. Desde esta perspectiva
mediática sólo podrían ser jóvenes quienes pertenecen a los sectores
sociales relativamente acomodados; los otros carecerían de juventud.
Hoy,
el circuito “normal” por el que circulan los grupos integrados,
cuantitativamente menor a sus valores históricos, se construye con los
tramos más estables y duraderos de infancia - adolescencia prolongada - juventud prolongada -adultez.
Mientras que, por otro lado, se construye el circuito “degradado” por
el que circulan las mayorías no integradas, compuesto por los tramos más
cortos e inestables de minoridad - adultez temprana. Esta
situación se basa en un reparto diferencial y desigual de derechos:
mientras los miembros del primer circuito gozan de ellos, el segundo se
construye mediante su ausencia. Es más, podría plantearse que este
segundo circuito se produce privando a los sujetos de los derechos que
les corresponderían si pertenecieran al primero: la “minoridad” se
construye quitándoles infancia, y la “adultez temprana”, quitándoles
adolescencia y juventud.
Para
comprender mejor estos procesos nos es útil una categoría acuñada por
Guillermo O’Donnell (2004): la noción de “ciudadanía de baja
intensidad”. Con ella se refiere al hecho de que, a pesar de que en
términos formales todos tenemos los mismos derechos y libertades, a
muchos les son negados de hecho: por ejemplo, hoy son muchos los sujetos
y familias que no disfrutan de protección contra la violencia policial y
las variadas formas de violencia privada; se les niega acceso
igualitario a las agencias del Estado y los juzgados; sus domicilios
pueden ser invadidos arbitrariamente y, en general, están forzados a
vivir una vida no sólo de pobreza sino de humillación recurrente y de
miedo a la violencia, muchas veces perpetrada por las fuerzas de
seguridad que supuestamente deberían protegerlos.
Algunas implicancias educativas
Estos
sectores, que muchas veces ven limitadas sus expectativas a la simple
sobrevivencia diaria –como conseguir qué comer esa noche o no morir en
algún calabozo por “gatillo fácil” –, relegan las posibilidades que la
educación puede brindarles de tener una vida futura mejor basada en el
ejercicio de sus derechos. Como señalan Finnegan y Pagano (2007):
“En
buena medida, la posición social de los sectores populares en el actual
contexto limita la vida de estos grupos, donde lo central de su
cotidiano es la búsqueda del ingreso económico. Dicha situación reduce
las aspiraciones y posibilidades de incluirse en instituciones
educativas y restringe, del mismo modo, los procesos de disputa del
capital cultural [...] Estimamos que la búsqueda del recurso/ingreso
económico trae aparejado que las relaciones de los/as chicos/as con los
bienes educativos y culturales pasen a un segundo plano o bien se hallen
por fuera de sus expectativas e intereses”.
En
consonancia con esto, Gabriel Kessler (2004) construye el concepto de
“escolaridad de baja intensidad” para describir el vínculo educativo que
establecen con el sistema educativo muchos adolescentes de los sectores
marginados. Son alumnos que, si bien continúan inscriptos en la escuela
a la que concurren con mayor o menor frecuencia –muchas veces menor–,
no realizan casi ninguna de las actividades escolares que se supone debe
hacer un alumno, como cumplir con la tarea, estudiar, tomar apuntes,
llevar los útiles, mantener la regularidad, someterse a evaluaciones,
etc. Se limitan a estar en las aulas en forma intermitente. Es decir, no
se “enganchan” con la vida escolar. Esto produce entonces un círculo
vicioso que genera malestar en todos los sujetos intervinientes, quienes
se sienten incómodos en esa situación. Así lo describe Kessler:
“Del
lado de la escuela se adopta una suerte de arreglo de compromiso ya
que, al no poder controlarlos y al mismo tiempo intentar no expulsarlos
del sistema sin el título, renuncian a toda exigencia con tal de que
salgan lo antes posible de allí. Del lado de los jóvenes, esto parece
ser la confirmación más acabada de que la institución escolar ‘no sirve
absolutamente para nada’ ya que aun sin estudiar logran no sólo pasar de
año sino incluso obtener el título”.
En resumen…
Hace
pocas décadas, “ser argentino” se vinculaba al ejercicio de tres
derechos considerados básicos e incuestionables: trabajo, representación
política y escuela. Esto no implica que en el pasado esto estaba
garantizado para todos, sino que se había constituido un imaginario en
el que estaba presente la aspiración y la posibilidad de lograrlo. Ese
fue el patrón con el que se constituyeron las identidades de numerosas
generaciones de argentinos. Pero el modelo de ajuste económico,
privatización y desregulación iniciado por la dictadura, y puesto en
plena vigencia en la década del noventa con su corolario en la
arrolladora crisis de 2001, dieron lugar al empobrecimiento de amplios
sectores de la población y a una creciente polarización social que
implicó la pérdida de los viejos soportes colectivos. En este nuevo
contexto, los individuos que antes actuaban, pensaban y sentían en el
marco de estructuras sociales y normas –como las familias, los
sindicatos, los partidos políticos, etc.– que les otorgaban identidades,
seguridades y obligaciones, y sobre todo les garantizaban sus derechos,
ahora tenían que hacerlo en la incertidumbre del capitalismo flexible,
caracterizado por la pérdida de las certezas tradicionales y de las
viejas redes de contención. Podemos decir que había caído el modelo de
sociedad integrada por la acción política de un Estado capaz de
articular inclusivamente al conjunto de la población y garantizar el
ejercicio de derechos. El individuo aparecía entonces fragilizado por la
falta de recursos materiales y protecciones colectivas que en ciertos
sectores se transformó directamente en desafiliación o exclusión social.
Estaba “a la intemperie”, según la expresión de Duschatzky (2007).
Esta
progresiva individualización de las distintas esferas sociales –el
pasaje de los espacios colectivos de contención a la total des-sujeción
de los individuos– tenía su correlato en la idea de la
responsabilización individual por la propia vida. Situaciones como la
pobreza o el desempleo dejaban de ser entendidas como temas sociales,
para pasar a ser comprendidas como problemáticas individuales, lo que
redundaba en mecanismos de culpabilización de las víctimas. Por ejemplo,
se estigmatiza a la infancia marginada como un “peligro social” o como
una “población en riesgo”, y no se comprende su situación como el
resultado de los procesos de segregación social: el adolescente excluido
es culpabilizado por su exclusión, como si fuera producto de su
decisión personal y no una consecuencia del modelo social. Así el
“problema” son “los pobres” y no “la pobreza”, “los desocupados” y no
“la desocupación”, los “delincuentes” y no “la delincuencia”. Los
derechos se esfuman como bien social para volverse una propiedad
personal limitada a pocos, y se impone un imaginario social que
considera que los derechos más “individuales” –como la propiedad y la
seguridad– son prioritarios a los derechos colectivos como la educación y
la salud.
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Si
el individuo aparece fragilizado por la pérdida de las protecciones
colectivas y el proceso de individualización de las esferas de la
sociedad implicó la pérdida de los derechos como bienes sociales, nos
preguntamos:
¿Son los
sujetos últimos responsables de su situación de exclusión? De ser así
¿no estaríamos descontextualizándolo del marco histórico, político y
cultural que lo atraviesa? ¿Se naturaliza –en tanto no se la cuestiona– a
la desigualdad como destino inapelable? |
Un nuevo panorama se presenta en los últimos
años, en los cuales se busca reconstruir los tejidos de inclusión social
rotos y construir nuevos. En dicho proceso es central el lugar que
puede y debe ocupar la educación. Pero para tal, es necesario pasar de
las intenciones a los análisis y la generación de propuestas. Sobre
estos temas ahondaremos en la próxima clase.



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